Desde el balcón de mi habitación, recordaba cuando pintaba su cálido cuerpo envuelto en llamas que pedían a gritos que alguien las venciera en agua. Su angelical sonrisa me decía que podía pero no debía. Yo, mientras me fumaba el último cigarrillo, el de la vida y el amor, el del último suspiro, sabía que cada segundo en el que la ceniza se consumía, mi corazón se esfumaba junto a ella. Nunca olvidaré su mirada profunda, aquellos ojos verdes y almendrados, que por una vez pronunciaron mi nombre.
Desde el balcón de mi habitación, observé día tras día como aquella genuina mano podría haber sido la mía. Maldije lo maldito y me hundí mil noches desnutridas junto a mi oxidada y chistosa máquina de escribir.
Una de esas tardes en las que solía apagar el fuego que me invadía con aquel último cigarrillo, se giró hacia mi balcón. Mi corazón dio un vuelco y mi cara se convirtió en un poema que ni las rimas de Bécquer pudieron expresar. Ella me dedicó una leve mueca. Cómo desearía poder volver a pintarla.
Se murió quemada y me quitaron la licencia! malditas llamas, no se vencieron tan fácilmente en agua como pensaba.
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