Era una
tarde donde el sol salía de nuevo, después de la llamada ola de frío siberiana.
Una tarde de esas en la que los pajaritos salen y nos deleitan con sus mejores
cantos. Una tarde en la que paseas y sientes como el ambiente primaveral va
llamando a tu puerta.
El
tango mejor bailado de la historia. Me dejé llevar, tenía unas manos tan suaves
que me humedecía con tal solo mirarlas. La música sonaba en nuestras mentes, nos deslizábamos como si estuviéramos hechos de seda, me dio media vuelta y me
colocó delante de él. Rozando mi espalda contra su pecho, la temperatura
corporal ascendía a pasos agigantados. Me cogió la mano, y sin soltar una palabra la arrastró por todo mi vientre, bajando poco a poco, mientras yo estallaba por dentro. Entonces me giré y pude comprobar toda
su perfección. La piel le brillaba al sol como si de pigmentos de perlas se
tratara, el azul de sus ojos hacía juego con el cielo, mientras que esa boca, esa
sonrisa y esos dientes tan perfectos, a cinco centímetros de mí provocaban sensaciones inexplicables, más allá de las simples mariposillas.
No hizo
falta un beso, no hizo falta nada más para saber que a partir de ese momento
empezaba algo nuevo e inesperado. La atracción, la arena, el sol y dos cuerpos se fundían y se derretían en el horizonte infinito. Fue cuando me preguntó si le acompañaba a volar la cometa. Asentí con la cabeza y nos perdimos volando.