martes, 27 de marzo de 2012

La playa


 

Era una tarde donde el sol salía de nuevo, después de la llamada ola de frío siberiana. Una tarde de esas en la que los pajaritos salen y nos deleitan con sus mejores cantos. Una tarde en la que paseas y sientes como el ambiente primaveral va llamando a tu puerta.

El tango mejor bailado de la historia. Me dejé llevar, tenía unas manos tan suaves que me humedecía con tal solo mirarlas. La música sonaba en nuestras mentes, nos deslizábamos como si estuviéramos hechos de seda, me dio media vuelta y me colocó delante de él. Rozando mi espalda contra su pecho, la temperatura corporal ascendía a pasos agigantados. Me cogió la mano, y sin soltar una palabra la arrastró por todo mi vientre, bajando poco a poco, mientras yo estallaba por dentro. Entonces me giré y pude comprobar toda su perfección. La piel le brillaba al sol como si de pigmentos de perlas se tratara, el azul de sus ojos hacía juego con el cielo, mientras que esa boca, esa sonrisa y esos dientes tan perfectos, a cinco centímetros de mí provocaban sensaciones inexplicables, más allá de las simples mariposillas.

No hizo falta un beso, no hizo falta nada más para saber que a partir de ese momento empezaba algo nuevo e inesperado. La atracción, la arena, el sol y dos cuerpos se fundían y se derretían en el horizonte infinito. Fue cuando me preguntó si le acompañaba a volar la cometa. Asentí con la cabeza y nos perdimos volando.

domingo, 11 de marzo de 2012

Desde el balcón de mi habitación

Desde el balcón de mi habitación, recordaba cuando pintaba su cálido cuerpo envuelto en llamas que pedían a gritos que alguien las venciera en agua. Su angelical sonrisa me decía que podía pero no debía. Yo, mientras me fumaba el último cigarrillo, el de la vida y el amor, el del último suspiro, sabía que cada segundo en el que la ceniza se consumía, mi corazón se esfumaba junto a ella. Nunca olvidaré su mirada profunda, aquellos ojos verdes y almendrados, que por una vez pronunciaron mi nombre. 

Desde el balcón de mi habitación, observé día tras día como aquella genuina mano podría haber sido la mía. Maldije lo maldito y me hundí mil noches desnutridas junto a mi oxidada y chistosa máquina de escribir. 


Una de esas tardes en las que solía apagar el fuego que me invadía con aquel último cigarrillo, se giró hacia mi balcón. Mi corazón dio un vuelco y mi cara se convirtió en un poema que ni las rimas de Bécquer pudieron expresar. Ella me dedicó una leve mueca. Cómo desearía poder volver a pintarla.